martes, abril 10, 2018

Semana Santa 2018


La chorrada con la que me anuncié en Instagram.

Para los que viajamos poco todo viaje tiene algo de huida. Me explico, al que gusta de pasar aventuras y penalidades, el mero hecho de moverse ya es suficiente aliciente; sin embargo, para los que somos sésiles a un sustrato seguro eso de trasladarse espacialmente tiene algo de descensus ad inferos o katábasis. Es una búsqueda en la que los nuevos descubrimientos o la vuelta a un origen concreto, adquiere un sentido, sino trascendente, sí profundo. Escribo —empiezo— esto haciendo tiempo en Atocha, bajo los efectos chamánicos del Frenadol, y con el temor a que la fiebre vuelva. Justo al lado de las tortugas caníbales que tienen sus días contados. El periplo de los días de Pasión, en los que huí del adorable pueblecito que huele a sangre y a cera para venir a la gran ciudad, han transcurrido con ligereza, tal como el código bushido nos dice que debemos que tratar las cosas importantes. Salir deliberadamente de nuestra burbuja de una forma tan consciente, pero a la vez de forma automática, nos limpia y reconforta.

La crónica empezaría hace una semana y pico en la que la vorágine del trabajo era tal que vi la necesidad de huir. Llevaba muchos años saliendo en las procesiones con una trompeta a cuestas, y ya era tiempo de descansar. Compré un  billete de tren que quizá  no utilizaría e hice una reserva que a lo mejor jamás  haría efectiva. Huelga decir que viaje en ese tren y que he tenido lecho y techo en el hostal que pillé  por los pelos en la Plaza del Ángel, en el meollo mismo del centro de la Villa y Corte. Mucha gente se había  ido a hacer sus quehaceres vacacionales y la ciudad estaba en cierto modo descafeinada de personal autóctono, pero eso también me ha dejado ese terreno tan necesario para el descanso y ser consciente del mismo. Hubiese deseado ver a Lía, a Noelia y a sus muchachos, a Hugo y Ángel, a Marta, a Jimina, a Ramón, a Pati y a muchos otros que puede ser que se me pasen ahora.

MIÉRCOLES SANTO

Quedé el día en que llegue con una amiga a prueba de bombas y al paso de los lustros: Angelica. Mi querida Lolamento en el fotolog, lugar virtual aún muy presente para muchos de nosotros, que forjamos con amor y tenacidad unos lazos que duran hasta hoy. Charlamos de nuestras cosas, como siempre hacíamos en La Bien Querida, hoy desaparecida de la geografía de la Plaza Jacinto Benavente. Quizá yo estaba aún atolondrado del viaje, y acostumbrado a mi soledad ermitaña, pero bien. Ella sí se refugiaría aquella tarde en el tren para pasar unos días en su pueblo de las tierras  {tan lejos, tan cerca} catalanas. Fue fugaz, demasiado, pues las obligaciones que en mi condición de viajero parecían suspendidas en la irrealidad, para ellas eran más que tangibles. En otra ocasión mojaremos la charlita con los daikiris que, sin duda, la ocasión merece.

Posado con mi pelirroja preferida, que afortunadamente se viene repitiendo con el tiempo.

Robado posado
a un gordo casi calvo


Por la tarde, tras un descanso tumbado, me vi con Clara, una amiga que convertí en esa tarde de Miércoles Santo de virtual en elegante realidad. Muchos intentos anteriores de vernos habían sido infructuosos debido a la mala suerte y las prisas, pero esta vez se dio el feliz encuentro. En una bodega, vendida ya a la modernidad más capitalina, junto a un borracho que hablaba solo, cantaba y violentamente increpaba vestido de pijo rancio a los transeúntes meadores, charlamos de nuestras respectivas vidas y demás,  mientras entregaba unos cuantas obras de La Gutenberg y algunos {viejos ya} poemarios. Enseguida tuve la sensación esa tan familiar de ver en persona a alguien con quien has tenido una vida internáutica y es como si la conocieras de siempre. Nos movimos a la Sala Equis, que cuando yo vivía en los Madriles era lo que su nombre promete y hoy se ha reconvertido en cine de rarezas y en bar formato corral de comedias moderno, donde la fauna joven se desperdigaba en butacones y estrados en un patio oculto y cerrado; todo retumbaba al son de las conversaciones y las —moderadas aún a esas horas— invocaciones a Baco. Clara es, como he dicho antes, elegante, es etérea y sutil, e hizo un esfuerzo estando enferma para aguantar mi cháchara. Sus bacilos vs. mis mamarrachadas. Múltiples  temas que teníamos —tenemos—  en común. Clara es es normal que está dentro de mi burbuja, pues compartimos visiones y sentimientos para bien o para mal. Sabemos de peligros autoimpuestos y de que nos juzguen por la cubierta. Comimos de esas cosas frescas y deliciosas, pecando un poco al comer hidratos pasadas las horas vespertinas. Dicho aquí que se ha pecado algo y bien durante esta semana santa mameluca. Nos retiramos cada mochuelo a su olivo temprano, con la promesa de volver a vernos. No nos habíamos hecho ninguna foto de recuerdo, en honor a la red que nos dio a conocer, Instagram.

JUEVES SANTO

El Jueves Santo amaneció ventoso como buen marzo tardío. A las doce de la mañana me había citado con Fernando en la Glorieta de Bilbao, en uno de esos orígenes madrileños que se formaron cuando viví  por aquí, el Café  Comercial

Geografías del eterno retorno

EL APOCALICHIS
Puntual como siempre, a dicha hora comenzó uno de nuestras estaciones de gloria por el antiguamente llamado Barrio de las Maravillas.  En una terraza entre el viento y el sol conseguí que se me quemara media cara, sin darme cuenta, absorbido por las conversaciones zurdescas mamelucas, que van desde lo gigante en lo geopolítico a lo pequeño en lo personal, que quizás sea como una estructura fractal que se repite, porque vuelve a ser grande, más  grande aún que lo global, el hablar de nuestros entresijos menudos con anécdotas de baneos y troleos, historia familiar y socarronería de andar por casa. Nos movemos y tomamos sopas migadas y productos mediterráneos  muy sugerentes en una  actual bakery de estas nuevas. Humus especiados y buena limonada casera. Una mimosa para el Zurdo, y así pasa la tarde del Jueves Santo, con brownie de postre, pero sin comernos ningún marrón. Imagino que los tambores del paseíllo de los romanos de la Vera Cruz de mi pueblo coincidieron en los minutos que ya estábamos en un lugar frente al  metro de Tribunal en el que nos metimos buscando terrazas soleadas sin conseguirlo y que se llamaba Raro Rare (o viceversa), con lo que nos recordó al finado doctor Iglesias Puga. Decidimos que el futuro del mundo estaba en una batalla final de cuescos entre Trump y Kim Jong Un, con banda sonora de algún triunfito gorgorizante. Como es costumbre hablamos de comidas y demás,  y dedicamos un tramo a mentar de una buena forma a Ubé y el bombo gigante de su señor padre y de los botijos. Los Panero, Haro Ibars, Carlos Berlanga, Castilla del Pino o las Vainica iban saliendo a flote entre nombres de cocineros mediáticos y zampones usacos, gente loca y comandos del mundillo nacional protegiendo mariquitas vía expiación de carnes trémulas. Nos despedimos hasta la próxima. Confío en el viaje relámpago  con la pantera Esther hasta mi Parnasillo de tintas y papel.

rwrrw rwrrw rwrrw parece decir Maese Zurdo
Mi próximo movimiento es moverme hasta el hostal, camino que hago andando, atravesando las calles-arterias que deben tener hemorragia de gentes, consumidores y turistas las más de las veces, y algún que otro pedigüeño estrambótico. Parece un bloom de diatomeas, pero en humanidad ramplona recorriendo las rues. Me fundo con la masa...

Decido ir al cine. Voy al Ideal que está bien cerca del alojamiento y además no son las versiones dobladas. Me inclino por ver Red Sparrow, o Gorrión Rojo, armado de palomitas y refresco. Me fijo y en los combos esos de menús de palomitas siempre dan unas bebidas muy pequeñas en comparación con las mastodónticas medidas de las popcorns. Vuelvo a comer hidratos por la noche a la hora de la última cena de Señor. La película es bastante entretenida, aunque su regusto de loas a la CIA como si fuese mejor que el FSB. En fin, las palomitas también fueron mi última cena —de ese día, vaya—, porque después de eso me fui a acostar —que no a morir, como el Redentor de los hombres—.

Los pecados de los hidratos nocturnos
Viernes Santo

Como solo era para unos días no cambié la alarma del móvil, que ha sonado todas las mañanas a las 8:15 como está mandado —por mí—. Huelga decir que siempre estaba despierto a esa hora, y harto de dormir, me alegra añadir; han sido días de cura de sueño. Mi plan para el Viernes Santo no estaba pensado. Por la noche tenía que ir a cenar con Miguel, pero para eso quedaba aún medio día. Y entonces pensé en recuperar una tradición de mi infancia: la de ir por Viernes Santo a la matiné. Al menos en Castro era normal ir al cine después de que el Nazareno se hubiese encerrado en el Llano Jesús. Todos acudíamos en tropel a ver la película, que era de las escogidas de la programación anual, que era de un nivel bastante escaso —aunque fenomenal para la chavalería—. Escogí entre las que daban de nuevo en el Ideal la última de Spielberg, de la cual no sabía casi nada, solo que era de gente que jugaba a videojuegos (creo que el título Ready Player One lo deja bastante claro.). La conexión con mi yo niño fue muy fuerte, como si ponerme en la misma tesitura de cuando tenía 10 años me acercara meridianamente a ese modo fantasía al que no ponemos filtros cuando somos canijos. Flipé la película, las palomitas —a esta hora sí que me está permitido comerlas— y mi refresco gigante, porque hoy no me pillarían con los menús esos del diablo. Muchas sensaciones acudieron a mí al salir del cine, recuerdos de estar pinchado porque se moría el Señor, de ver a los otros niños corriendo y piando, de ver a los señores del cine, que por entonces era una cooperativa, alguno de los cuales se convertiría en amigo mío, como Paco, el zapatero

Esto me esperaba en Córdoba para hacer el paripé
En ese estado de regresión beatica y feliz, decidí mirar en Google Maps los restaurantes japoneses próximos. El que más me convenció fue el Donzoko, en José de Echegaray, o sea, insultantemente cerca, lo mejor para mis propósitos de persona vaga, pero de hambre  canina oriental. Como el mismísimo Samurai Gourmet bajé por la Plaza de Santa Ana con la mente puesta en comer fideos. Se podría resumir mi estancia en el japonés como gozo puro. Todo era exquisito y comía paladeando cada bocado, como el mentado Samurai, asintiendo constantemente con la cabeza como saludo a las viandas. El ambiente acogedor y la música de película de Kitano, acompañaban bastante, incluso un señor borracho y resfriado que comía a mi lado, en el sitio reservado para los solitarios, daban un toque muy real en mi mente que se sumergía en el Imperio del Sol. Tomé yakitori, unas brochetas exquisitas de pollo en una salsa picante, un rollo California de langostino y lo mejor de todo para mí ese día, tempura udon, un gran cuenco de sopa caliente con fideos, algas y verduras y langostinos en tempura. ¡Qué reconfortante plato! Me preocupaba por no saber comer con los palillos suficientemente bien, pero creo que el hambre agudiza el ingenio y mis manos muñón, y puede apañármelas a las mil maravillas. Para acabar pedí doriyaki con chocolate y daifuku de nata y fresas. Me quedo con lo salado.

Samurai Gourmet es poco flipado comparado conmigo delante del cuenco este.
Saboreando las viandas y la atmósfera me subo a mis aposentos sin ni siquiera tomar el café a dormitar un poco. He echado de menos en el japoalmuerzo a María y Manolín, mis padres adoptivos, eternos acompañantes de sushi, y a Jimina, de la que me acuerdo mucho durante estos días.


Hace eones de tiempo y espacio, yo vivía en esa colmena estudiantil que es Granada. Nos quedamos durante muchos años en un piso de Juan Ávila Segovia, entre Gonzalo Gallas y Camino de Ronda el FrankyFrank y yo. Compartimos durante esos años estancias con un tercero, a veces como Kico de Rute, geólogo y compañero, buenísima gente; y a veces idiota, como uno de Marbella que estudiaba óptica que era de lo peor y que se marchó antes para no pagar un par de meses el muy asqueroso. En el casting final, el de mi último año en Geología, llegó a nuestras vidas Miguel, de Almería. Me acuerdo perfectamente la tarde que llegó a casa. Deseché a los demás que habían venido y a los siguientes de un plumazo. Cumplía muchas de las características que buscábamos. Que no fuera de los primeros años, que estudiase algo decente —Física es más que decente— y que tuviese pinta de tranquilo. Y se vino a vivir con nosotros. Yo me fui cuando concluí mi carrera un martes y trece de febrero, un año después volví y así; de ahí viene nuestra amistad. El año pasado cuando iba a venir para el HUL íbamos a quedar, pero al final yo me rajé, porque estaba exnortado por la falta de Trankimazin. Bueno, en resumen, me contactó cuando volvió de sus vacaciones para verlo y yo estuve encantado. Todo estaba cortado por las procesiones, así que tuve que ir hasta Gran Vía para coger un taxi. Sol y Montera parecían una feria. No sé de dónde había salido tantísimo personal, con el mal día que hacía. Otra hemorragia callejera. No me acostumbro a las muchedumbres por muy obvias que éstas sean. Era fiesta, era Viernes Santo, las gentes se echan a las calles como si no hubiese un mañana. El taxista me lleva por San Bernardo y yo me planteo si no seré muy aburrido o si no estaré locuaz. Llevaba todo el día sin apenas hablar con nadie. Todo se relaja cuando veo a Miguel, me presenta a Iratxe y nos sentamos en su saloncito. Nos explicamos largos años de acontecimientos en minutos, y me enseña sus adquisiciones escocesas. Nos espera una larga cena y sobremesa en la que hablamos de mil cosas, de las redes, de recuerdos y de gente, de mis preferencias en geografía vasca, acompañando con agua y regañás las viandas exquisitas. Yo, comulgué por este Santo día, pero con mi amado Dios Primordial, comiendo un exquisito pulpo a la brasa a la mayor gloria de Cthulhu. El postre compartido fue delicioso. Aunque se habían pasado con la sal en el chocolate, a día de hoy sigo salivando con esa combinación, y sobre todo porque no puedo comer chocolate, ni sal. NI NADA. Después fuimos a un sitio relajado y muy moderno a tomar cócteles. Estaba muy bien, te daban conguitos y unos minis vasitos de agua, en los que parecía que iban a escanciar té moruno, pero no. Quizá hablé más de la cuenta de años sabáticos y tal, pero la noche transcurrió muy bien. Yo me pimplé un Martini Express que tenía café y vodka. Nos hicimos unas fotos para el recuerdo. Bajo una incipiente lluvia esperé un taxi que me devolviera allá de donde había salido. Mis anfitriones, intachables en todo momento esperaron conmigo, hasta que llegó un peseta avispado, pero en bien. Muy agradecido a Miguel e Iratxe por regalarme esta velada de Viernes Santo, en la que estaba solo en la ciudad. La madrugada temprana avanzaba y volviendo por San Bernardo las calles se antojaban hostiles y frías, y ya mismo estaría metido en mi cama. Había quedado relativamente temprano al día siguiente, pero no me preocupaba. Mi reloj interno está ya fijado a las 7 y pico de la mañana y como colofón a un buen día, dormí a pierna suelta.

Miguel y Miguel, no en La Percha, sino en The Dash.

Sábado de Gloria

El Sábado de Gloria amaneció gélido. Yo no lo supe hasta después, pues me quedé en cama una hora tonteando y esperando un mensaje de Clara. Me citó en un par de horas en Antón Martínez. Tras la ducha y abluciones salí al mundo abrigado e hice el camino entre el hostal y la salida de metro citada en un plis. Este punto de encuentro es también otro retorno a esas coordenadas fijadas en el recuerdo. Muchas veces transité en mi vida madrileña esas calles, y en días míticos de epifanías y alborozo, además. Quedaba allí con Marta y Paula, compañeras inseparables de mis noches más abisales y más luminosas. Clara se demoró un poco y aproveché para dar una vuelta por el mercado y por el cine Doré. Y para echar la Primitiva, ya que estaba. Llegó y nos fuimos a buscar un sitio para un desayuno más bien tardío. No encontramos un sitio en concreto, así que nos metimos en un sitio lleno de banderas latinas, donde el tiempo era eterno y se estiraba con el chicle en una acera al rojo, mientras fabricaban tostadas de pan de molde y la música era de tribunal de guerra. Un poco contrariados permanecíamos callados. Para mí no fue un silencio incómodo, no sé si fue recíproco; si bien, para ser sincero estaba deseando de salir de ese lugar de camarera quasi inexistente. Salimos de nuevo al frío y creo que nos sentó bien. Nuestro destino y nuestro plan era la Cuesta de Moyano y mirar libros, lo que en buena compañía, como era el caso —quizá de las mejores para tal fin—, es de las cosas que más me gustan hacer al aire libre del mundo. Subimos descubriendo cosas curiosas en los puestos, comprando algunas —unas revistas argentinas muy cucas que se llamaban Hobby o unos Selecciones del Reader´s Digest para mi padre fueron algunas de las piezas—. Yo iba con el freno echado, porque conozco mi mano rota para estas cosas. Entre libros, la magia de la búsqueda, el viento y la conversación fue pasando el tiempo inversamente proporcional al sitio del desayuno. Echamos un rato muy agradable. Y nos hicimos la foto, la foto prometida, en la primera de las casetas. Salimos muy bien. Como era el cumpleaños de Clara le acompañé a comprar una tarta y a su casa a por una botella de vino porque tenía movida familiar. Nos despedimos en Lavapiés. Habían sido unas horas escasas, pero en nuestras miradas se muestra la gratitud por los momentos y las charlas compartidas. Ojalá se repita muy pronto. Han quedado millones de cosas, de proyectos y versos en el tintero.

Gente que lee, gente contenta. Muy guapos, oigan
De vuelta al inicio de pantalla, la zona del hostal, el frío se convirtió en calor, y estaba yo muy abrigado para semejante ímpetu solar. Fui sudando como un pollo de camino, y al final, cuando hubo de nuevo sombra me enfrié, y empecé a encontrarme un poco mal. Repetí comida japonesa a solas y deseando acostarme. Esta vez compartí rincón solitario con una muchacha oriental que comía haciendo mucho ruido. No era desagradable en absoluto, y es el que hacen los nipones sorbiendo. Me di un gran homenaje de sushi porque yo lo valía, y porque había pedido poca cosa. Sin postre pero con café rápido en la Plaza de Santa Ana me acosté hasta bien entrada la noche. Creo que vi una película dormitando. Era de la yakuza… y me acuerdo de poco más. Salí un poco destemplado y empecé a callejear. Me encontré con una procesión con reminiscencias antiguas, no por el sabor clásico, más bien por la falta evidente de medios. Era Sábado de Gloria, pero una Virgen lloraba. Me metí a comer una hamburguesa en el VIPS. Sé que no es de los mejores sitios del mundo, pero estaba desganado, el sitio estaba bastante vacío y yo me quería ir pronto —y homenajeo en mi fuero interno a mi amigo Pablo Vázquez—. Así fue. Volviendo me encontré con que la procesión se había disuelto, y una grupo de cuatro personas llevaban a Cristo muerto yacente como en una peana de aluminio rodeada de flores de plástico. Me fui sintiendo peor… llegué a la habitación bastante enajenado y me acosté. Quedé frito rápidamente, y en una dicotomía febril la vigilia y lo onírico se mezclaban entre sudores y momentos de bastante frío, aunque parece ser que dormí una eternidad. 

Domingo de Resurrección

Desperté pasadas las nueve, y cuando fui a incorporarme me mareé un poco, me dieron náuseas y rompí a sudar. Me senté en la cama y decidí, si es que esto es posible, que no podía estar malo hasta que llegara a casa por la tarde. El Domingo de Resurrección no iba a suponer mi agonía en trenes y autobuses. Me duché con agua caliente, hice la maleta, recogí el cuarto y me sentí mejor. Decidí dejar ya la habitación y salir a dar una vuelta. Dejé la maleta en recepción y deambulé hasta que llegué cerca de la Plaza Mayor, y allí que me dirigí a ver las monedas y demás cachivaches. Había mucha gente, y una banda de cornetas tocaba en el centro de la plaza. Creía que era una procesión, pero no, era una formación maña que no sé porqué tocaban a pijo sacao ante el beneplácito de los turistas que grababan con sus móviles el artefacto pirotécnico-musical.

La gente miraba la banda de cornetas como si fuesen una banda del Massai Mara
Y me entretuve viendo chapas y monedas, apenas recordaba haber estado enfermo hace una hora y miraba las caras de los que venden monedas y sellos, descubriendo miradas de buhonero, ansiosas por el metal y el papel timbrado, hablando animosamente de cualquier colección o pieza rara con los asiduos y atendiendo de forma desganada a los turistas y visitantes. Uno de ellos estuvo a punto de sacarle la navajilla a un bobalicón que grababa con el móvil. Era un vendedor casi enano, con cara huesuda y pelos de cepillo, de dientes saltones y amarillos, que vendía relojes y pistolas de pistón más falsas que una perla de cartón. 

Y gente y gente y más gente...
Lo único que me llamó de veras fue el puesto de chucherías de la URSS. Me recordó a los que antaño ponían en el hall de la Facultad de Ciencias de Granada la gente que vendía los preciosos libros de la Editorial MIR. Aparte de libros siempre llevaban pines de latón de Lenin y alguna medalla. En la de Plaza Mayor había de todo. Desde gorras de plato a muñecas rusas. Yo pregunté por la medalla de los Trabajadores Stajanovistas, pero no la había, así que me dejé llevar y me compré la Medalla de la Victoria sobre Alemania en la Gran Guerra Patriótica. Los colores negros y naranjas de la victoria y el Padrecito. Creí que compraba una camama o una réplica, pero después investigando leí que fue la medalla más veces concedida de la URSS (15 millones se repartieron), así que creo que es original. 

Las chapas de la Eurasia socialista son muy chanantes
¡¡¡Josef os saluda!!!
Seguí viendo cositas y a la hora del aperitivo sentí hambre y me fui cerca de la maleta a comerme un pincho de tortilla. Cuando recogí el equipaje me fui a la estación, donde empiezo a escribir esto que han leído ustedes, y que acabo y pico una semana después, con lo cual habrá mezcla de vivencias muy recientes y recuerdos sino idealizados, algo tamizados por la criba de la memoria. Ha sido una semana de muy duro trabajo, por el que sería merecedor de la medalla de Stajanov, pero eso ya es otra historia.

Apéndice fotográfico

Huyendo de las procesiones y me encuentro con una que  Mola!
Foto sórdida de bajar a tomar un café de la máquina como primera acción del día
HUMMMMMMMM california rolls... los de pueblo —y frikis— nos flipamos con el sushi, ¿si o qué?

¡¡Y otro perrito piloto!!

Estos edificios tienen retrogusto a metrópolis colonial

Plaza del Ángel
Zurdo toma dos
El monstruo de la Naturaleza descansaba cerca de mí estos días
Febril febril
Conversaciones escuchadas: ¡Se están comiendo una paloma! ¿Dónde, dónde?
—yo no veía nada— Todo está llenito de huesos
El reterno
   

domingo, noviembre 25, 2012

Dos cafés en un día



Café Gijón



Fue un jueves por la tarde, sí. Había quedado con Ángel una semana antes, porque claro, yo me iba a Vitoria, y no podía ser antes. La tarde era ideal para ir de acá para allá. No hacía frío, tan sólo un poco de fresco, el suficiente para no ir a los sitios sudando como un pollo debajo de las capas de tela que los humanos nos ponemos para no enseñar nuestras partes y no quedarnos pajarito. Habíamos quedado en la Euskal Etxea, que está por el Congreso, el sitio ese que quieren rodear, pero no entrar a cuchillo los inocentes revoltosos. Pero bueno, dejaremos la política para el siglo que viene. Nos encontramos antes. Yo, mirando mi mapa impreso del Google Maps, en realidad parecía ese pueblerino de boina que adorna el título de este blog. Ángel me llamó, y en medio de un paso de cebra nos dimos la mano. Caminamos hacía la casa vasca. Me dijo que era más grande de como aparecía en el Facebook. Todo el mundo me dice eso, por no decirme que parezco más gordo de lo que aparezco en la dichosa red social. Pero bueno, sí, soy bastante grande. Ya me han comparado con Hagrid el de las pelis de Harry Potter, desde mis alumnos del CAP, hasta mis compañeros de máster. La Euskal Etxea es un edificio noble, pero noble, noble. Nada que ver con esas herrikos de lo viejo de Donosti, más parecido a una sede del PNV de Neguri. Entramos y el Txoko estaba cerrado. Era temprano, claro, pero parace ser que en Madrid los txikiteros de pro no juntan la mañana con la tarde. Ángel me propone ir al mítico Café Gijón. Acepto encantado, total, una cosa más que añadir a mi lista de sitios míticos. Conocí a Ángel, como a casi todos por aquí, en internet. Desde el principio detecté en él la melomanía en grado sumo y la inquietud.
¿Dónde fueron a parar todos estos señores antiguos?
 Me mandó unos libros de memorias que había escrito, y que por aquello que llaman empatía y comparación, me lo hizo más cercano. No es que hayamos vivido las mismas cosas, pero hemos conocido los mismos abismos. Charlando de nuestras cosas nos dirigimos al Café Gijón. Me gusta el sitio, no he de negarlo, con su decadente apariencia y sus uniformados camareros. Lo que no me gusta es la gente. Grupos de pijos engominados, señoras comiendo tostadas de pan Bimbo. Señores con pinta de inversores de bolsa, con sus caros trajes. ¿Dónde quedó la bohemia, la cultura, las tertulias? La gente, con sus perversos smartphones hablan con uno y con otros, teclean. Un camarero joven viene a pedir la nota, pero como parece ser que todo es jerárquico, un señor con traje, gordo, terriblemente feo, nos trae la tónica y la cocacola. Hablamos de música, de la cultura en general, de lo muerto que está todo, de la vieja Europa (vieja y podrida prostituta, que decía Evaristo). Conversamos sobre el proceso de escribir, y con un rayo de esperanza, Ángel dice que todo puede ser posible. Bueno, no sé yo, contesto. La enfermedad mental une a la gente. 

Ángel y servidor: músicos y residentes en la Comunidad de Madrid
Haber pasado calvarios terribles ayuda a comprender al otro. Me dice que me va a llevar a ver un amigo a Vallecas, donde vive rodeado de discos, cds y discos duros. Me encantará esa visita, y espero poder contarla por aquí. Pasa el tiempo y sabe que he quedado a las 9 para el siguiente evento. Yo pensaba coger un metro y tal, pero Ángel me dice que me acompaña dando un paseo hasta donde he quedado, que no sabe muy bien por donde está, pero que llegaremos. Paga la cuenta. 8 euros por dos refrescos. ¿Podremos dejarlo apuntado o pagar con un poema? La expresión del gordo seboso con cara de puerco me indica que no. La cultura ya es industria y los tiempos de la boheme y de las ideas se fue por donde vino, por el sumidero del tiempo. Callejeamos basándonos en la dirección (rumbo aproximado en el punto cardinal) a la que ir, a lo que Ángel pensaba y en unos mapas chapuceros a los que le faltan datos. Pasamos por sitios llenos de gente y por calles vacías. Le pregunto a mi compañero de andanzas sobre su trabajo en el biblioteca. Lo de siempre, que parecen que le van a tener que poner un monumento a Ken Follet, como en Vitoria. Mucho bestseller es lo que parece ser que se ofrece en las bibliotecas. Y que los libros se compran en función de lo que reclame el lector, y que por eso tienen más de 20 de Vázquez Figueroa. Ahora comprendo un poco mejor porque no soy usuario. Mis libros son tesoros y son míos, pardiez. Finalmente, tras subir alguna que otra cuestecilla, llegamos al sitio. Ángel y yo nos despedimos. ¡Voy a echar una foto! Comento. Nos la hacemos. Repetimos. Ángel es la demostración -otra más- que las redes sociales, el internet y toda esta tecnología terrorífica, bien utilizada sirve para unir personas, que no han de ser iguales, ni parecidas, si compatibles. Ángel ha pasado a ser un amigo de carne y hueso. Y espero que esta amistad dure muchos años. Nos veremos pronto, seguro que sí.

Café Moderno



Bueno, el motivo que me había llevado al Café Moderno es los retratos que a lo largo de un tiempo ha venido haciendo Óscar Aibar, y que hoy se proyectarán -como descubriremos después- en dicho local. A Óscar lo conocía desde hace mucho tiempo, desde que yo era un joven lector de El Víbora y salió esa película “maldita”, hoy de culto, Atolladero. Las reseñas hicieron que me interesara por ella y no sé quién me dejó el tebeo -o grupos de tebeos, no recuerdo-. Es por eso que no quiero que me presten cosas, que quiero tenerlas. La busqué en videoclubs, pero no la encontré. Bueno, el tiempo pasó y llegó un invierno en el que acudía al video club Hollywood de Plaza de Gracia, en Granada, por el simple hecho de andar -yo y mis continuas luchas contra las lorzas- y encontré Platillos Volantes. También la conocía por referencias, pero no había ido al cine, porque por aquella época no era una buena época, no sé si me entienden. La cuestión es que me enamoré de Jordi Vilches, de Ángel de Andrés López, de Macarena Gómez, de Rasdi y Amiex, de la película entera. Me produjo una impresión muy fuerte. No soy crítico, es más, no me gustan demasiado los críticos de cine, aunque me junto con ello, jejeje, pero la película era milimétricamente mágica. El ambiente suburbano, poco saturado, cutre del tardofranquismo estaba plasmado de una manera magistral. Mucho se ha discutido sobre el final de la peli, pero a mí me parece perfecto.  De hecho uno de los primeros post de este blog se llamó así, y nada es por casualidad. Después pasó más tiempo, y vi La máquina de bailar, ese divertimento que a mí si me hizo gracia, con guión a la limón con mi querida Jimina. Pasó más tiempo aún, y convencí a mis padres adoptivos -que son más jóvenes que yo- para ir a ver El Gran Vázquez al cine. Por entonces ya era yo amiguito de FB de Óscar. Le felicité. Una maravilla. Para los que somos amantes de los tebeos, y en entrevistas y salones habíamos escuchado mil historias sobre Vázquez la ocasión la pintaban calva. Yo llegué a conocerlo -bueno, a observarle- en persona en Granada, en el Primer mítico Salón. Era ese pícaro con coleta que colaboraba en El Batracio Amarillo, y del que tantas historias he escuchado en El Churrasco, mítico bar, hoy cerrado o desmantelado de como era, donde se reunía la fauna de las historietas que pasaban por Graná en torno a Paco, ese tabernero irrepetible. En fin, que me pierdo. Un maravilla, repito. Santiago Segura en el mejor papel que le haya visto hacer nunca, y un elenco maravilloso. ¡Esta peli le tiene que encantar a mi padre!, y así fue cuando se la puse. 
Cuando Ángel me deja, intento llamar a Víctor, con quien había quedado, sin éxito -lo de llamar, digo-. Todavía sin haberme despegado el teléfono de la oreja, aparece Óscar, que con una gran sonrisa y un apretón de manos, me dice que ya tenía ganas de conocerme en tres dimensiones. El placer, es mío, oiga. No creía yo que mereciese tanta efusividad. Me da las gracias por los ánimos O_O Yo no doy ánimos, yo digo la verdad, replico. Charlamos un poquitín y se va para adentro del Café Moderno, a ver como va a ser la cosa. Me vuelvo y veo llegar a Víctor y a Raúl Acín. Los saludo. Como somos un trío dubitativo tardamos aún unos minutos en entrar... Eso sí -decidimos- ¡después hay que ir a comer!
Cuando entramos saluda a mis acompañantes con la misma cordialidad. A Raúl ya le conocía. Buscamos una mesa y nos sentamos. Hay que guardar una silla para una amiga que vendrá después, me dicen. Genial. Me he vuelto un ser más social desde que ando por aquí. Conoceré a otra persona que puede ser interesante. Pedidos unas bebidas y nos sentamos. Llegó Paula, fui presentado. Óscar iba de mesa en mesa. Víctor le pregunta por Casavella... anécdotas de primera mano, enfoques distintos del personaje, parece ser, pues yo sólo lo conozco por referencias, y porque tuve una vez una edición deluxe del guión de Antártida en mis manos, en la librería Dune (otra vez Graná). Comienza el acto. El pc no va como quieren para ver la presentación de los retratos. ¿Alguién sabe de estos cacharros? Voy a ver. Adiooós, es el terrorífico Windows Vista del que no entiendo ni jota. No soy de gran ayuda, y vuelvo a mi sitio con el rabo entre las piernas. El autor, solucionado el problema informático, nos enseña sus retratos de gente que él considera por algo, especial. Los hace con iPhone, con un programa que se llama Toon Paint. Los que le seguimos ya los conocíamos, pero verlo explicados no es lo mismo. De las personas que salen, sólo conozco en persona a la gran Tona Pou y a Enrique López Lavigne. A otros los admiro (Pere Ponce, Ibañez, Enrique Guillén, Álex Ángulo... ), … a otros no tanto...jejeje. Estos me los callo. Terminan de pasar todos los retratos en el pequeño y coqueto local.
Enseñando los retratos
Estamos un poco apartados hablando de nuestras cosas. ¡Arrimaros, venga! Al final juntamos las mesas y se forma una tertulia a varias bandas, que a veces confluyen en una, interesante siempre. Óscar nos presenta a Juan Vicente Córdoba, un director del que da la casualidad que he visto dos pelis (Aunque tú no le sepas y A golpes). Son todos conversadores natos, y con cosas que contar... ¡pero nosotros queríamos comer! Por suerte, en el Café Moderno se puede, así que nos pedimos unas pizzas y ya está. Múltiples anécdotas de actores españoles (algunos inclusos míticos para mí) que se sacan la chorra, proyectos, más anécdotas. Al final acabamos hablando de la movida madrileña, entre otras cosas porque Óscar está con los Alcántara (¡Merche, leches!) en 1981. Raúl Acín del que poco a poco, con nuestras escasos encuentros, descubro que sabe más que la Wikipedia y la Larousse juntas, habla con Juan Vicente. Descubro, en lo poco que llevo en la Villa y Corte, y en las pocas ocasiones que he tenido la posibilidad de alternar y/u observar a los directores las diferencias evidentes. En Juan Vicente veo el entusiasmo del autor, del que cree en lo que hace, pero sin aspavientos ni estrellismos. Es un tipo que charla, pero que deja dar tu opinión. Victor, Paula y yo nos ponemos a hablar de Íker, después de que Óscar nos contase una historia de esas de canguelo sobre cuando fue a Tivisa, ese lugar donde los protagonistas de Platillos Volantes iban a ver ovnis. Boglar es un gran defensor de Íker, como bien plasmó en La Paz Mundial. Le doy la razón. Jiménez practica un periodismo más veraz que cualquier medio de este país. Una vez engullidas las pizzas y la sobremesa acabada, algunas personas que nos habían acompañado -perdón por no recordar los nombres, en especial a esa maquilladora tan simpática-, decidimos irnos a otro sitio. Yo estando en el metro antes de las una y media, pues bien. Bajamos por calles por las que me suena haber pasado en alguna ocasión. Todos se paran a sacar dinero. Óscar entusiasmado me lleva a un sitio, a una librería que es de un tipo -de un friki- que ha dedicado su vida al ajedrez para cuatro. Llegan los otros, prosigue la historia.

Ajedrez-4
Para mentes muy, muy especiales
Un guía de lujo por las bizaras calles
del Viejo Madriz
Callejeros... ya mismo forman una banda
Por lo que se ve, el que inventó esto ha escrito un libro, que te regala con el juego, si se lo compras... el cartel es un cromo, ya lo verán, que lo adjunto. Llegamos a un bar, que no me acuerdo como se llama, y en el que un simpático barman nos saluda uno a uno presentados por Óscar. Un cartelón de James Brown (¿Seguirá congelado a espera de autopsias mil?) nos da la bienvenida a una acogedora sala de luz baja. Suena música molona, lo cual no está mal para los tiempos que corren. Hacemos un círculo y con las velillas encendidas, parece que vamos a hacer la oija. Surgen diversas conversaciones; Paula dice que le encantan las películas de pandilleros, y se forma un brain storming. De mi boca lo primero que sale es Rumble Fish. Normal. Fue una peli que me marcó para siempre. Raul comenta, que Warriors está basado en una tragedia griega o algo así, dato que tengo en la punta de la lengua, pero no me sale. Era Anábasis de Jenofonte. Lo visto en un documental sobre bandas precisamente, hacía años. Óscar se despide. Se tiene que ir que mañana hay rodaje. Yo me hago una foto con los dos directores, claro que sí. Nos quedamos los demás un poco más. 

Un jiji jaja continuo de Paula;
 al fondo Raúl con pose más intelectual y tal
Raúl y Juan Vicente siguen hablando. Y llega el momento aparte, donde Víctor empieza a rememorar a Berlanga, imitando inevitablemente a Sazatornil y continuando con el Marqués de las Marismas. Unas risas, un jiji jaja. La Paula -que ha resultado ser una chica muy simpática, si ya lo decía yo al principio- y yo nos reímos a carcajadas. Que por cierto hemos quedado en ir a una tienda de cosas bonitas de unos evangélicos. El acento catalán Boglarero nos hace pensar que los catalanes cuando son graciosos, es que son más graciosos que cualquiera. Y así fue la velada, entre cócteles sin alcohol (que saben a bebida de arándanos del Hacendado, con hilo y granadina), tercios de Mahou y risas.

Se nos hacía tarde y nos fuimos. Llevadme al metro, por lo menos, pedí con cara de pena. Andando, en una noche ideal para hacerlo, me dejaron en Tribunal. Un buen día, que diría J, pero sin los millones de rayas, sólo con retratos para todos. 

Un clásico, ya, de las noches madrileñas. What a pair! que dirían los castizos
Y en fin, así pasó todo.
Yo prometo solemnemente ir a ver su nueva peli,El Bosc. Ya les cuento por aquí.

Juan Vicente, Óscar y un tipo llamado Mameluco

Pronto más, aquí en LA CIUDAD NO ES PARA MI.


Post Script: Mi retrato llegó ayer por vía FACEBOOK. Estoy encantado. Nuestra amiga Tona me había dícho que eras una persona extraordinaria, y como suele ocurrir en ella, estaba en lo cierto.

Yo Aibarizado, como diría la Tona