La chorrada con la que me anuncié en Instagram. |
Para los que
viajamos poco todo viaje tiene algo de huida. Me explico, al que gusta de pasar
aventuras y penalidades, el mero hecho de moverse ya es suficiente aliciente;
sin embargo, para los que somos sésiles
a un sustrato seguro eso de trasladarse espacialmente tiene algo de descensus ad inferos o katábasis. Es una búsqueda en la que los
nuevos descubrimientos o la vuelta a un origen concreto, adquiere un sentido,
sino trascendente, sí profundo. Escribo —empiezo— esto haciendo tiempo en Atocha, bajo los efectos chamánicos del Frenadol, y
con el temor a que la fiebre vuelva. Justo al lado de las tortugas caníbales que tienen sus días contados. El periplo de los días de Pasión, en los que huí del adorable pueblecito que
huele a sangre y a cera para venir a la gran ciudad, han transcurrido con
ligereza, tal como el código bushido nos dice que debemos que tratar las cosas
importantes. Salir deliberadamente de nuestra burbuja de una forma tan consciente, pero a la vez de forma automática, nos limpia y reconforta.
La crónica
empezaría hace una semana y pico en la que la vorágine del trabajo era tal que
vi la necesidad de huir. Llevaba muchos años saliendo en las procesiones con
una trompeta a cuestas, y ya era tiempo de descansar. Compré un billete de tren que quizá no utilizaría e hice una reserva que a lo
mejor jamás haría efectiva. Huelga decir
que viaje en ese tren y que he tenido lecho y techo en el hostal que pillé por los pelos en la Plaza del Ángel, en el
meollo mismo del centro de la Villa y Corte. Mucha gente
se había ido a hacer sus quehaceres
vacacionales y la ciudad estaba en cierto modo descafeinada de personal
autóctono, pero eso también me ha dejado
ese terreno tan necesario para el descanso y ser consciente del mismo. Hubiese deseado ver a Lía, a Noelia y a sus muchachos, a Hugo y Ángel, a Marta, a Jimina, a Ramón, a Pati y a muchos otros que puede ser que se me pasen ahora.
MIÉRCOLES SANTO
Quedé el día
en que llegue con una amiga a prueba de bombas y al paso de los lustros:
Angelica. Mi querida Lolamento en el fotolog, lugar virtual aún muy presente
para muchos de nosotros, que forjamos con amor y tenacidad unos lazos que duran
hasta hoy. Charlamos de nuestras cosas, como siempre hacíamos en La Bien
Querida, hoy desaparecida de la geografía de la Plaza Jacinto Benavente. Quizá yo estaba aún atolondrado del viaje, y acostumbrado a mi soledad ermitaña, pero bien. Ella
sí se refugiaría aquella tarde en el tren para pasar unos días en su pueblo de
las tierras {tan lejos, tan cerca} catalanas. Fue fugaz, demasiado, pues las
obligaciones que en mi condición de viajero parecían suspendidas en la
irrealidad, para ellas eran más que tangibles. En otra ocasión mojaremos la charlita con los daikiris que, sin duda, la ocasión merece.
Posado con mi pelirroja preferida, que afortunadamente se viene repitiendo con el tiempo. |
Robado posado a un gordo casi calvo |
Por la tarde, tras un descanso tumbado, me vi con Clara, una amiga que convertí en esa tarde de Miércoles Santo de virtual en elegante realidad. Muchos intentos anteriores de vernos habían sido infructuosos debido a la mala suerte y las prisas, pero esta vez se dio el feliz encuentro. En una bodega, vendida ya a la modernidad más capitalina, junto a un borracho que hablaba solo, cantaba y violentamente increpaba vestido de pijo rancio a los transeúntes meadores, charlamos de nuestras respectivas vidas y demás, mientras entregaba unos cuantas obras de La Gutenberg y algunos {viejos ya} poemarios. Enseguida tuve la sensación esa tan familiar de ver en persona a alguien con quien has tenido una vida internáutica y es como si la conocieras de siempre. Nos movimos a la Sala Equis, que cuando yo vivía en los Madriles era lo que su nombre promete y hoy se ha reconvertido en cine de rarezas y en bar formato corral de comedias moderno, donde la fauna joven se desperdigaba en butacones y estrados en un patio oculto y cerrado; todo retumbaba al son de las conversaciones y las —moderadas aún a esas horas— invocaciones a Baco. Clara es, como he dicho antes, elegante, es etérea y sutil, e hizo un esfuerzo estando enferma para aguantar mi cháchara. Sus bacilos vs. mis mamarrachadas. Múltiples temas que teníamos —tenemos— en común. Clara es es normal que está dentro de mi burbuja, pues compartimos visiones y sentimientos para bien o para mal. Sabemos de peligros autoimpuestos y de que nos juzguen por la cubierta. Comimos de esas cosas frescas y deliciosas, pecando un poco al comer hidratos pasadas las horas vespertinas. Dicho aquí que se ha pecado algo y bien durante esta semana santa mameluca. Nos retiramos cada mochuelo a su olivo temprano, con la promesa de volver a vernos. No nos habíamos hecho ninguna foto de recuerdo, en honor a la red que nos dio a conocer, Instagram.
JUEVES SANTO
El Jueves
Santo amaneció ventoso como buen marzo tardío. A las doce de la mañana me había
citado con Fernando en la Glorieta de Bilbao, en uno de esos orígenes
madrileños que se formaron cuando viví
por aquí, el Café Comercial.
Geografías del eterno retorno |
EL APOCALICHIS |
Puntual como siempre, a dicha hora comenzó uno de nuestras estaciones de gloria
por el antiguamente llamado Barrio de las Maravillas. En una terraza entre el viento y el sol
conseguí que se me quemara media cara, sin darme cuenta, absorbido por las
conversaciones zurdescas mamelucas, que van desde lo gigante en lo geopolítico
a lo pequeño en lo personal, que quizás
sea como una estructura fractal que se repite, porque vuelve a ser grande,
más grande aún que lo global, el hablar
de nuestros entresijos menudos con anécdotas de baneos y troleos, historia
familiar y socarronería de andar por casa. Nos movemos y tomamos sopas migadas
y productos mediterráneos muy sugerentes
en una actual bakery de estas nuevas. Humus
especiados y buena limonada casera. Una mimosa para el Zurdo, y así pasa la
tarde del Jueves Santo, con brownie de postre, pero sin comernos ningún marrón.
Imagino que los tambores del paseíllo de los romanos de la Vera Cruz de mi
pueblo coincidieron en los minutos que ya estábamos en un lugar frente al metro de Tribunal en el que nos metimos
buscando terrazas soleadas sin conseguirlo y que se llamaba Raro Rare (o
viceversa), con lo que nos recordó al finado doctor Iglesias Puga. Decidimos
que el futuro del mundo estaba en una batalla final de cuescos entre Trump y
Kim Jong Un, con banda sonora de algún triunfito gorgorizante. Como es
costumbre hablamos de comidas y demás, y
dedicamos un tramo a mentar de una buena forma a Ubé y el bombo gigante de su
señor padre y de los botijos. Los Panero, Haro Ibars, Carlos Berlanga, Castilla
del Pino o las Vainica iban saliendo a flote entre nombres de cocineros
mediáticos y zampones usacos, gente loca y comandos del mundillo nacional
protegiendo mariquitas vía expiación de carnes trémulas. Nos despedimos hasta
la próxima. Confío en el viaje relámpago
con la pantera Esther hasta mi Parnasillo de tintas y papel.
rwrrw rwrrw rwrrw parece decir Maese Zurdo |
Mi próximo
movimiento es moverme hasta el hostal, camino que hago andando, atravesando las
calles-arterias que deben tener hemorragia de gentes, consumidores y turistas
las más de las veces, y algún que otro pedigüeño estrambótico. Parece un bloom
de diatomeas, pero en humanidad ramplona recorriendo las rues. Me fundo con la
masa...
Decido ir al cine. Voy al Ideal que está bien cerca del alojamiento y además no
son las versiones dobladas. Me inclino por ver Red Sparrow, o Gorrión Rojo,
armado de palomitas y refresco. Me fijo y en los combos esos de menús de
palomitas siempre dan unas bebidas muy pequeñas en comparación con las mastodónticas
medidas de las popcorns. Vuelvo a comer hidratos por la noche a la hora de la
última cena de Señor. La película es bastante entretenida, aunque su regusto de
loas a la CIA como si fuese mejor que el FSB. En fin, las palomitas también
fueron mi última cena —de ese día, vaya—, porque después de eso me fui a acostar —que no a morir, como el Redentor de los hombres—.
Los pecados de los hidratos nocturnos |
Viernes Santo
Como solo
era para unos días no cambié la alarma del móvil, que ha sonado todas las mañanas a las 8:15 como está mandado —por mí—. Huelga decir que siempre estaba
despierto a esa hora, y harto de dormir, me alegra añadir; han sido días
de cura de sueño. Mi plan para el Viernes Santo no estaba pensado. Por la noche
tenía que ir a cenar con Miguel, pero para eso quedaba aún medio día. Y
entonces pensé en recuperar una tradición de mi infancia: la de ir por Viernes
Santo a la matiné. Al menos en Castro era normal ir al cine después de que el
Nazareno se hubiese encerrado en el Llano Jesús. Todos acudíamos en tropel a
ver la película, que era de las escogidas de la programación anual, que era de
un nivel bastante escaso —aunque fenomenal para la chavalería—. Escogí entre
las que daban de nuevo en el Ideal la última de Spielberg, de la cual no sabía
casi nada, solo que era de gente que jugaba a videojuegos (creo que el título
Ready Player One lo deja bastante claro.). La conexión con mi yo niño fue muy fuerte, como
si ponerme en la misma tesitura de cuando tenía 10 años me acercara
meridianamente a ese modo fantasía al que no ponemos filtros cuando somos
canijos. Flipé la película, las palomitas —a esta hora sí que me está permitido
comerlas— y mi refresco gigante, porque hoy no me pillarían con los menús esos
del diablo. Muchas sensaciones acudieron a mí al salir del cine, recuerdos de
estar pinchado porque se moría el Señor, de ver a los otros niños corriendo y
piando, de ver a los señores del cine, que por entonces era una cooperativa,
alguno de los cuales se convertiría en amigo mío, como Paco, el zapatero.
En
ese estado de regresión beatica y feliz, decidí mirar en Google Maps los
restaurantes japoneses próximos. El que más me convenció fue el Donzoko, en
José de Echegaray, o sea, insultantemente cerca, lo mejor para mis propósitos
de persona vaga, pero de hambre canina oriental. Como el mismísimo Samurai Gourmet bajé por la Plaza de Santa Ana con la mente puesta en comer fideos. Se podría
resumir mi estancia en el japonés como gozo puro. Todo era exquisito y comía
paladeando cada bocado, como el mentado Samurai, asintiendo constantemente con
la cabeza como saludo a las viandas. El ambiente acogedor y la música de
película de Kitano, acompañaban bastante, incluso un señor borracho y resfriado
que comía a mi lado, en el sitio reservado para los solitarios, daban un toque
muy real en mi mente que se sumergía en el Imperio del Sol. Tomé yakitori, unas brochetas exquisitas de
pollo en una salsa picante, un rollo California de langostino y lo mejor de
todo para mí ese día, tempura udon, un gran cuenco de sopa caliente con fideos,
algas y verduras y langostinos en tempura. ¡Qué reconfortante plato! Me
preocupaba por no saber comer con los palillos suficientemente bien, pero creo
que el hambre agudiza el ingenio y mis manos muñón, y puede apañármelas a las mil
maravillas. Para acabar pedí doriyaki con chocolate y daifuku de nata y fresas.
Me quedo con lo salado.
Samurai Gourmet es poco flipado comparado conmigo delante del cuenco este. |
Saboreando las viandas y la atmósfera me subo a mis aposentos sin ni siquiera
tomar el café a dormitar un poco. He echado de menos en el japoalmuerzo a María
y Manolín, mis padres adoptivos, eternos acompañantes de sushi, y a Jimina, de
la que me acuerdo mucho durante estos días.
Hace eones
de tiempo y espacio, yo vivía en esa colmena estudiantil que es Granada. Nos
quedamos durante muchos años en un piso de Juan Ávila Segovia, entre Gonzalo
Gallas y Camino de Ronda el FrankyFrank y yo. Compartimos durante esos años
estancias con un tercero, a veces como Kico de Rute, geólogo y compañero, buenísima
gente; y a veces idiota, como uno de Marbella que estudiaba óptica que era de lo
peor y que se marchó antes para no pagar un par de meses el muy asqueroso. En el casting final, el de mi último año en Geología, llegó a nuestras
vidas Miguel, de Almería. Me acuerdo perfectamente la tarde que llegó a casa. Deseché a los demás que habían venido y a los siguientes de un plumazo. Cumplía muchas
de las características que buscábamos. Que no fuera de los primeros años, que
estudiase algo decente —Física es más que decente— y que tuviese pinta de tranquilo. Y se vino a vivir con
nosotros. Yo me fui cuando concluí mi carrera un martes y trece de febrero, un año después volví y así; de ahí
viene nuestra amistad. El año pasado cuando iba a venir para el HUL íbamos a
quedar, pero al final yo me rajé, porque estaba exnortado por la falta de
Trankimazin. Bueno, en resumen, me contactó cuando volvió de sus vacaciones
para verlo y yo estuve encantado. Todo estaba cortado por las procesiones, así
que tuve que ir hasta Gran Vía para coger un taxi. Sol y Montera parecían una feria.
No sé de dónde había salido tantísimo personal, con el mal día que hacía. Otra
hemorragia callejera. No me acostumbro a las muchedumbres por muy obvias que
éstas sean. Era fiesta, era Viernes Santo, las gentes se echan a las calles
como si no hubiese un mañana. El taxista me lleva por San Bernardo y yo me
planteo si no seré muy aburrido o si no estaré locuaz. Llevaba todo el día sin
apenas hablar con nadie. Todo se relaja cuando veo a Miguel, me presenta a
Iratxe y nos sentamos en su saloncito. Nos explicamos largos años de acontecimientos
en minutos, y me enseña sus adquisiciones escocesas. Nos espera una larga cena
y sobremesa en la que hablamos de mil cosas, de las redes, de recuerdos y de
gente, de mis preferencias en geografía vasca, acompañando con agua y regañás las viandas exquisitas. Yo, comulgué por
este Santo día, pero con mi amado Dios Primordial, comiendo un exquisito pulpo
a la brasa a la mayor gloria de Cthulhu. El postre compartido fue delicioso.
Aunque se habían pasado con la sal en el chocolate, a día de hoy sigo salivando
con esa combinación, y sobre todo porque no puedo comer chocolate, ni sal. NI
NADA. Después fuimos a un sitio relajado y muy moderno a tomar cócteles. Estaba
muy bien, te daban conguitos y unos minis vasitos de agua, en los que parecía que iban a escanciar té moruno, pero no. Quizá hablé más de
la cuenta de años sabáticos y tal, pero la noche transcurrió muy bien. Yo me
pimplé un Martini Express que tenía café y vodka. Nos hicimos unas fotos para
el recuerdo. Bajo una incipiente lluvia esperé un taxi que me devolviera allá
de donde había salido. Mis anfitriones, intachables en todo momento esperaron
conmigo, hasta que llegó un peseta avispado, pero en bien. Muy agradecido a
Miguel e Iratxe por regalarme esta velada de Viernes Santo, en la que estaba
solo en la ciudad. La madrugada temprana avanzaba y volviendo por San Bernardo
las calles se antojaban hostiles y frías, y ya mismo estaría metido en mi cama.
Había quedado relativamente temprano al día siguiente, pero no me preocupaba. Mi
reloj interno está ya fijado a las 7 y pico de la mañana y como colofón a un
buen día, dormí a pierna suelta.
Miguel y Miguel, no en La Percha, sino en The Dash. |
Sábado de Gloria
El Sábado de
Gloria amaneció gélido. Yo no lo supe hasta después, pues me quedé en cama una
hora tonteando y esperando un mensaje de Clara. Me citó en un par de horas en
Antón Martínez. Tras la ducha y abluciones salí al mundo abrigado e hice el
camino entre el hostal y la salida de metro citada en un plis. Este punto de
encuentro es también otro retorno a esas coordenadas fijadas en el recuerdo.
Muchas veces transité en mi vida madrileña esas calles, y en días míticos de
epifanías y alborozo, además. Quedaba allí con Marta y Paula, compañeras
inseparables de mis noches más abisales y más luminosas. Clara se demoró un poco
y aproveché para dar una vuelta por el mercado y por el cine Doré. Y para echar
la Primitiva, ya que estaba. Llegó y nos fuimos a buscar un sitio para
un desayuno más bien tardío. No encontramos un sitio en concreto, así que nos metimos en un sitio lleno de banderas latinas, donde el
tiempo era eterno y se estiraba con el chicle en una acera al rojo, mientras fabricaban tostadas de
pan de molde y la música era de tribunal de guerra. Un poco contrariados
permanecíamos callados. Para mí no fue un silencio incómodo, no sé si fue recíproco; si bien, para ser
sincero estaba deseando de salir de ese lugar de camarera quasi inexistente. Salimos de nuevo al frío y creo que nos sentó bien. Nuestro
destino y nuestro plan era la Cuesta de Moyano y mirar libros, lo que en buena compañía, como
era el caso —quizá de las mejores para tal fin—, es de las cosas que más me
gustan hacer al aire libre del mundo. Subimos descubriendo cosas curiosas en
los puestos, comprando algunas —unas revistas argentinas muy cucas que se llamaban Hobby o unos Selecciones del Reader´s Digest para mi padre fueron algunas de las piezas—. Yo iba con el freno echado, porque conozco mi
mano rota para estas cosas. Entre libros, la magia de la búsqueda, el viento y la conversación fue pasando el tiempo inversamente proporcional al sitio del desayuno. Echamos un rato muy agradable. Y nos hicimos la
foto, la foto prometida, en la primera de las casetas. Salimos muy bien. Como era el cumpleaños de Clara le acompañé a comprar una tarta y a su casa a por una botella de vino porque tenía
movida familiar. Nos despedimos en Lavapiés. Habían sido unas horas escasas, pero en
nuestras miradas se muestra la gratitud por los momentos y las charlas
compartidas. Ojalá se repita muy pronto. Han quedado millones de cosas, de proyectos y versos en el tintero.
Gente que lee, gente contenta. Muy guapos, oigan |
De vuelta al
inicio de pantalla, la zona del hostal, el frío se convirtió en calor, y estaba
yo muy abrigado para semejante ímpetu solar. Fui sudando como un pollo de
camino, y al final, cuando hubo de nuevo sombra me enfrié, y empecé a
encontrarme un poco mal. Repetí comida japonesa a solas y deseando acostarme.
Esta vez compartí rincón solitario con una muchacha oriental que comía haciendo
mucho ruido. No era desagradable en absoluto, y es el que hacen los nipones sorbiendo.
Me di un gran homenaje de sushi porque yo lo valía, y porque había pedido poca
cosa. Sin postre pero con café rápido en la Plaza de Santa Ana me acosté hasta
bien entrada la noche. Creo que vi una película dormitando. Era de la yakuza… y
me acuerdo de poco más. Salí un poco destemplado y empecé a callejear. Me
encontré con una procesión con reminiscencias antiguas, no por el sabor
clásico, más bien por la falta evidente de medios. Era Sábado de Gloria, pero
una Virgen lloraba. Me metí a comer una hamburguesa en el VIPS. Sé que no es de
los mejores sitios del mundo, pero estaba desganado, el sitio estaba bastante
vacío y yo me quería ir pronto —y homenajeo en mi fuero interno a mi amigo Pablo Vázquez—. Así fue. Volviendo me encontré con que la
procesión se había disuelto, y una grupo de cuatro personas llevaban a Cristo
muerto yacente como en una peana de aluminio rodeada de flores de plástico. Me fui
sintiendo peor… llegué a la habitación bastante enajenado y me acosté. Quedé
frito rápidamente, y en una dicotomía febril la vigilia y lo onírico se
mezclaban entre sudores y momentos de bastante frío, aunque parece ser que
dormí una eternidad.
Domingo de Resurrección
Desperté pasadas las nueve, y cuando fui a incorporarme me
mareé un poco, me dieron náuseas y rompí a sudar. Me senté en la cama y
decidí, si es que esto es posible, que no podía estar malo hasta que llegara a
casa por la tarde. El Domingo de Resurrección no iba a suponer mi agonía en
trenes y autobuses. Me duché con agua caliente, hice la maleta, recogí el cuarto y me sentí
mejor. Decidí dejar ya la habitación y salir a dar una vuelta. Dejé la maleta
en recepción y deambulé hasta que llegué cerca de la Plaza Mayor, y allí que me dirigí a
ver las monedas y demás cachivaches. Había mucha gente, y una banda de cornetas
tocaba en el centro de la plaza. Creía que era una procesión, pero no, era una
formación maña que no sé porqué tocaban a pijo sacao ante el beneplácito de los
turistas que grababan con sus móviles el artefacto pirotécnico-musical.
La gente miraba la banda de cornetas como si fuesen una banda del Massai Mara |
Y me
entretuve viendo chapas y monedas, apenas recordaba haber estado enfermo hace
una hora y miraba las caras de los que venden monedas y sellos, descubriendo
miradas de buhonero, ansiosas por el metal y el papel timbrado, hablando
animosamente de cualquier colección o pieza rara con los asiduos y atendiendo
de forma desganada a los turistas y visitantes. Uno de ellos estuvo a punto de
sacarle la navajilla a un bobalicón que grababa con el móvil. Era un vendedor
casi enano, con cara huesuda y pelos de cepillo, de dientes saltones y
amarillos, que vendía relojes y pistolas de pistón más falsas que una perla de
cartón.
Y gente y gente y más gente... |
Lo único que me llamó de veras fue el puesto de chucherías de la URSS.
Me recordó a los que antaño ponían en el hall de la Facultad de Ciencias de
Granada la gente que vendía los preciosos libros de la Editorial MIR. Aparte de
libros siempre llevaban pines de latón de Lenin y alguna medalla. En la de
Plaza Mayor había de todo. Desde gorras de plato a muñecas rusas. Yo pregunté
por la medalla de los Trabajadores Stajanovistas, pero no la había, así que me
dejé llevar y me compré la Medalla de la Victoria sobre Alemania en la Gran
Guerra Patriótica. Los colores negros y naranjas de la victoria y el Padrecito.
Creí que compraba una camama o una réplica, pero después investigando leí que
fue la medalla más veces concedida de la URSS (15 millones se repartieron), así
que creo que es original.
Las chapas de la Eurasia socialista son muy chanantes |
¡¡¡Josef os saluda!!! |
Seguí viendo cositas y a la hora del aperitivo sentí
hambre y me fui cerca de la maleta a comerme un pincho de tortilla. Cuando
recogí el equipaje me fui a la estación, donde empiezo a escribir esto que han
leído ustedes, y que acabo y pico una semana después, con lo cual habrá mezcla de vivencias muy recientes y recuerdos sino idealizados, algo tamizados por la criba de la memoria. Ha sido una semana de muy duro trabajo, por el que sería merecedor de la medalla de Stajanov, pero eso ya es otra historia.
Apéndice fotográfico
Huyendo de las procesiones y me encuentro con una que Mola! |
Foto sórdida de bajar a tomar un café de la máquina como primera acción del día |
HUMMMMMMMM california rolls... los de pueblo —y frikis— nos flipamos con el sushi, ¿si o qué? |
¡¡Y otro perrito piloto!! |
Estos edificios tienen retrogusto a metrópolis colonial |
Plaza del Ángel |
Zurdo toma dos |
El monstruo de la Naturaleza descansaba cerca de mí estos días |
Febril febril |
Conversaciones escuchadas: ¡Se están comiendo una paloma! ¿Dónde, dónde? —yo no veía nada— Todo está llenito de huesos |
El reterno |