jueves, noviembre 22, 2012

La Gran Familia y uno más ::: Todos somos Rappel




La cosa empezó temprano. Por esas cosas de compatibilidad de horarios con los compañeros de piso me tuve que levantar a las seis de la mañana para ducharme y tal. El autobús a Vitoria salía a las ocho. Aquellos que trabajéis me dirá que eso es lo normal, pero bueno, para mí madrugar en exceso no me gusta un pelo y lo llevo muy mal. Será acaso por mis fármacos de la risa que me tomo por las noches. Cogí la línea 1, después la 6 y como es costumbre en mí estaba en Avenida de América tres cuartos de hora antes de que el autobús saliese. Esperar no me importa. Eso es una virtud, o sea, dentro de mi nerviosismo congénito. El viaje en el Supra+ fue muy bien, básicamente por esos confortables asientos de cuero, y porque dormí dos horas y pico de viaje, cosa esta última que hace más llevadero esto de las traslaciones espaciales. Cogí un taxi y allí en la casa de mis primos me esperaba Inés con los dos zangolotinos, Miguel (2 años recién cumplidos) y Ion (4 meses). Nada más llegar comprobé que ya sólo subir las escaleras con dos infantes era ya una odisea en si misma. Pero bueno. El piso donde viven mis primos es muy chulo. Diseñado por un arquitecto que vivía allí -el casero-. 
Así suelen verme los niños de mi familia,
como a un Padrino Búfalo gordo.
Bueno, pues nos pusimos a hacer las cosas que tienen que hacer los niños. Darles de comer. Por razones obvias, yo no puedo hacer nada con Ion, pero con Miguel, al menos, me ponía a su lado para entretenerle. Miguel, aparte del nombre, ha heredado de mí y sobre todo de su padre, el gen Merino, genética un poco payasa y un poco ir a lo suyo. Ion es un niño muy sonriente, que se porta bien. Yo creía que los problemas los daban más los niños pequeñitos, pero no. A más grandes más excentricidad. Gaspar llega más tarde, trabaja en los hospitales. Es radiofísico. Viene hecho piscos, el hombre. Los problemas del trabajador. Aunque apenas hablemos en los últimos años, ha sido mi gran compañero de juegos, películas, de piso y el otro miembro del gran grupo underground avantgarde desconocidísimo The Whorish Lust.

El osaba entretiene a Miguel. Primer toma de contacto, bien.

Juntos pasamos veranos eternos, donde hoy, ya lo saben, paso yo los míos, que ya no son tan eternos, ni tan bonitos, aunque no me puedo quejar. Miguel duerme la siesta en el lugar indicado para dormir para el osaba (tío en vasco) Mameluquino, hago el paripé que me voy -en realidad me subo a la buhardilla por la puerta de arriba- para no perturbar la siesta del rey de la casa. Cuando llega Gaspar, Miguel duerme el sueño de los justos y Ion, que es muy bueno, también. Comemos y se van a dormir todos. Yo me quedo dormitando en un cómodo sofá, mirando internet y leyendo. Algún grado de sopor me da también. Una vez ya despiertos y dispuestos, y con la noche encima, nos vamos al parque. El parque es un sitio lleno de padres con niños, para quien no lo sepa. Hay columpios y toboganes, y otros artilugios de los que desconozco el nombre. Los padres interaccionan de una forma extraña. Extraña para mí, claro. Hablan de cosas que se me escapan. Hay como un nido gigante que es un columpio y allí van moviéndose. Están montados Miguel, un niño que va a su colegio que se llama Ibón, y un tal Aitor que no acabo de ubicar quién es. El padre de Ibón concuerda con el vasco profesional, y hace de sus idas y venidas en bicicleta una lucha contra los elementos. Parece que se cansan ya de estar montados. Yo mientras leo pintadas adolescentes en los cachivaches. Lástima que no echara foto de una sucesión de Karis y “te aga iluu” que había en unos triángulos que daban vueltas. Tenemos que comprar una berenjena. Lo hacemos. Volvemos a casa. La noche es fría, y me llama la atención la bruma, la humedad, como de cuento londinense. La noche es tranquila. Hago una tortilla de berenjenas y jamón, que hacía eones que no hacía. Nos la comemos diciendo a Miguel que es tortilla de pasta -¿la pasta es la berenjena?-, y cuando fuera todo estaba cubierto por la oscuridad, los niños, tras un buen rato de acompañamiento paternomaterno, dormían sin saber de peligros. 

Inés e Ion

Amanece. Gaspar se ha ido hace ya rato al hospital, Miguel desayuna, y con los ojos pegados me ducho. Es un día extraño. No hace frío. Ese frío prometido y esperado estaba ausente -al menos para mí- durante toda la mañana. Llevamos a Miguel al colegio. Muchas madres, muchos niños. En el País Vasco los niños van a la escuela con dos años. Allí veo a Urko, el amiguito de Miguel, que tiene una cara de vasco... Volvemos a casa. Yo salgo a buscar un sitio donde comprar pan, y de paso mi sempiterno zumo de manzana. No he desayunado. Como siempre me gusta hacerlo a media mañana, como los señoritos. Regreso. Tengo llaves. El Kasfruit tiene dibujos de los Gormiti. No comprendo esos estúpidos dibujos animados. Me gusta más, pero mucho más Bob Esponja, que es lo que vemos antes de ir a dormir. Desayuno tranquilo, viendo a Ion mecerse a mi lado.
Parezco un señor fingiendo llevar un carrito de niño
Es un niño sonriente. No sé si ya lo he dicho. Ya con Ion metido en el carrito volvemos al colegio Miguel de Cervantes. Una ikastola de verdad jamás se llamaría así, ¿no? Han hecho una piscina con hojas de otoño. La madre de Urko le da un trozo de bizcocho. Miguel también quiere, pero sólo lo lame, como hacen los niños cuando prueban las cosas. Al final pilla con más ansias el yogur que le lleva Inés. De vuelta nos paramos en la tienda a comprar verduras y carne, porque hoy hacer arroz a la murciana. Hace calor, se lo juro. De regreso a casa nos paramos en el parque de nuevo. Yo llevo a Ion en su carrito con rueda pinchada. Miguel ralentiza el paso, buscando hojas, palos, de todo. Yo me voy con la madre de Urko hacía el sitio ese de suelo acolchado. Miro para atrás y veo en la lejanía a mi iloba tocayo agachado, e Inés, con paciencia infinita atrayéndole para los cacharros. Hace mucho sol. Me sobra lo que me compré en el Decathlon. Medio me encargo de que a Iontxu no le dé el sol, mientras las madres columpian a sus vástagos. Después cojo el relevo. Les hace mucha gracia que los columpie a una mano y diga su nombre: ¡Urko! ¡Miguel!¡Urko! ¡Miguel!¡Urko! ¡Miguel! Y así... empiezan a dolerme los riñones. No estoy preparado para esta vorágine. 
El columpiero

Tengo que ir a comprar agua a un bar. Me tomé la torasemida, y eso dan ganas de mear, pero si no tienes líquido te dan ganas de beber. Tras unas pasadas por un tren lleno de pintadas como las ya mentadas y por el tobogán, nos vamos a casa. Hay un problema. ¿Cómo subir? No hay ascensor. Inés sube a Ion y yo intento lo mismo con Miguel. No está por la labor. Se tira de bruces en el recibido, haciendo como esos animales que se quedan quietos para que los dejes en paz. No puedo cogerlo; me siento impotente. Me da por pensar que el suelo está frío, y que vaya mierda de osaba estoy hecho para dejar al crío congelándose en el gélido pavimento. Inés baja, dejando llorando a Ion arriba. El niño se ha puesto rebelde. No sé que hacer. Compadezco a los padres de las criaturas. ¿Todos los días son así? Subimos. No me acuerdo que hicimos, pero Miguel se emperra con algo y su hermano, el pobre, llora porque le duele algo. Empieza a abrir el frigorífico. Le riño y le digo que no haga eso. Lo aparto porque vuelve. No soy Supernanny. Se enfada conmigo y empieza a llorar. Me siento superculpable. Me retiro lejos. Inés pensaría que “anda éste que se aparta”. Pero no quiero llorar yo. ¿Qué ejemplo de adultez sería? Aunque refunfuña un rato, cuando come la pasta que le he hecho, mientras Ion es atendido y alimentado por su madre, le hago cucamonas y ya se ríe un poco. Me quedo más tranquilo. Estoy acostumbrado a mis sobrinos de Castro, y los sé llevar mejor, claro. Me ven más. Me toman por un payaso, pero me conocen mejor. Y no quiero que Miguel piense que soy un ogro con cara de Olentzero. Miguel ha de dormir la siesta, pero ¡pardiez! Vamos a comer arroz y no hay arroz. Como el nene duerme el sueño de los justos no puedo entrar a la habitación. Así, que ni corto ni perezoso, en manga corta me voy a un LeClerc (o como se escriba) que hay cerca de casa. No paso frío, un poco de fresco, pero no frío. Es estimulante. Las calefacciones, necesarias e imprescindibles en ocasiones, en días como hoy me aturullan. Busco el arroz por el gran centro comercial. Doy antes con unas natillas Goshua, así que las cojo. Algo tendré que ofrecerle a mis anfitriones. Me voy. ¿Quiere bolsa? Sí. Cuando llego ya está Gaspar. Esta tarde es complicada. Vienen los de Ikea a dejar la cama nueva del Miguel, y encima mi primo está de guardia, y lo pueden llamar en cualquier momento. Llaman al teléfono. Son los de Ikea. No es del hospital... un pequeño susto. Lo traen antes de la cuenta. Apostábamos que subiría los tres pisos un señor de allende los mares con acento sudamericano, pero no. Aparece un achaparrado bilbaíno que no deja de traer paquetes y cajas. Pensamos en ir al centro, pero no, ya es tarde. Habrá que montar los muebles. Gaspar empieza a cacharrear cuando Miguel se ha levantado de la siesta. Lo llaman de nuevo, es del hospital... tiene que irse. Un nuevo conflicto, Miguel no quiere que su padre se vaya al trabajo... lloros y pataleos. ¡Pobre padre y pobre hijo! Al final salimos Inés y yo solos al parque; hemos de comprar cosas para la lasaña del sábado. El viaje se convierte entre la bruma en un disparate. Ion no quiere carrito. Miguel sigue apenado porque Gaspar se ha ido a cumplir con sus obligaciones. Todo es desconcierto. No sé si Inés nota mi agobio. Va rápido con el carrito porque así el pequeño se entretiene más. Yo voy que pierdo el resuello un poco. Nos vamos a casa sin pasar por el parque. Al llegar a casa Miguel deja que lo suba de la mano, ahorrando viajes varios por la escalera. No recuerdo ya muy bien esa noche. La distancia de los hechos y el hecho -valga la redundancia de que me cueste escribir- así lo hacen.


Operarios del Ikea working


Al día siguiente planeamos una visita al centro de Vitoria. Vamos todos en comandita. Como perdemos por los pelos todos los autobuses, decidimos ir andando. Vitoria es una ciudad abierta, llena de parques y árboles. De edificios antiguos y de curiosas estatuas de principios de siglo, ya sea a la Batalla de Vitoria, a Eduardo Dato o a un explorador del África Central, tan en boga en las últimas décadas decimonónicas. No me sé el nombre de las calles, así que me ahorraré la descripción de los sitios. Eso sí, pasamos por Ajuria Enea, y me acuerdo de que eso antes era un colegio. Lo sé porque Mauro Entrialgo, vitoriano universal, lo cuenta en una extensa entrevista en U, el hijo de Urich, que tengo por casa. Llegamos a la Catedral Vieja.

La familia al completo
Yo estuve en Vitoria-Gasteiz
El aire era frío y decidimos resguardarnos en la plaza porticada donde está el Ayuntamiento. Miguel corre de un lado para otro. Hay una boda muy pija y el coche que han alquilado los pintorescos novios es un coche antiguo que llama mucho la atención. Con la prole no nos podemos quedar a comer por algún sitio de los que hay por allí. Cogemos el 4 -creo- y regresamos. 
En el ¿4? camino de casa
Comemos lasaña muy buena, hecha por Inés. De nuevo se nos había olvidado comprar algo. Vuelvo al Leclerc, compruebo que la Euromillones no ha tocado y vuelvo con el queso mozarella. Devoramos la pasta. En este punto tengo mucho sueño. Todos se acuestan a dormir la siesta. Yo, a falta de otra cosa, me echo en el cómodo sofá, me retuerzo en una almohada y comienzo a dormir... cuando despierto, Gaspar ya ha empezado a montar la cama de nuevo. Se tiene que ir a una de esas cenas de trabajo a las que uno va para que no le pongan verde. Ayudo un poco a poner unas tablas que forman el somier. Miguel da vueltas y quiere ayudar, como todos los niños que ven armar cosas. Hablamos que mi abuelo Juan hubiese disfrutado armando muebles de Ikea. Hubiese tardado un verano entero, pero hubiese disfrutado, jajaja. Cuando se va Gaspar, al mayor no le sienta demasiado bien. Me tengo que ir a trabajar, dice Gaspar. Se queda penoso, claro. Para que pase el trago decidimos ver Porco Rosso, esa maravilla de Miyazaki. Miguel mira absorto los vuelos de los hidroaviones del Adriático. Como no teníamos nada de cenar Inés abre una bolsa de jamón al vacío que acompañamos con un triste pan de molde, pero que sabe muy bien. Miguel tiene que dormir en la cama nueva...¡y sin su padre! Fue difícil, claro. Al final acabamos de cenar tras varios intentos, y nos vamos a la cama.
Corría y volvía de vez en cuando a por la manzana de la amá
Cuando despierto, Gaspar ya está por ahí dando vueltas. Es temprano, pero no mucho. Tengo que llegar a la estación de autobuses. Me despido de mis anfitriones, prometiendo volver. 
El resumen que saco de la experiencia vitoriana es que los padres dan la vida por sus hijos, en un sentido amplio. Sacrifican muchas cosas a las que yo no podría renunciar. Me hace sentir más egoísta que de costumbre, pero supongo que la resignación y los malos ratos han de ser el precio del cariño de unos pequeños seres que han nacido de ti. Habrán notado -me refiero a mis primos- mi impotencia ante algunas situaciones. Les pido disculpas. Espero no haber molestado demasiado, o incluso haber sido de algo de ayuda. Les doy las gracias por dejarme participar en ese caos semicontrolado. Quiero conocer a mis sobrinos. No quiero ser una sombra con barba. Los otros me ven más. Me toman por el pito de un sereno, pero aunque tenga mis favoritos, saben que su tío Mame les entretendrá y los escuchará, sin demasiado paciencia, pero sí con atención.
De vuelta a Madrid me subo en un autobús Supra+ que tiene pantalla táctil por cada asiento. ¡Puedes elegir la peli que quieres ver! Elijo Funny People aunque ya la he visto. Judd Apatow nunca defrauda. Nunca comprenderé a los que dicen que esta película es regular. Pero eso lo dicen los que quieren partirse el ojete todo el rato, cuando lo bueno de esta nueva comedia americana es que no es eso. Tiene más en común con John Hughes que con American Pie. Bueno, eso lo digo yo que no tengo ni idea de nada.
Tras coger el metro y hacer trasbordo llego a Avenida de la Albufera. Bueno, antes un incidente reseñable. Cuando entro en el metro había un grupo de perrosflauta sentados en el suelo. Lo normal. Íbamos tan tranquilos cuando uno se levanta con intención de hablar. Yo creía que iba a pedir o algo y suelta la siguiente frase: ¡Al que se le ocurra ahorcar a un perro que sepa que va a acabar muchos años en un hospital! O_O De repente, un señor que iba sentado, barba blanca y El País en ristre comienza: ¡No permito amenazas!¡Estamos en un estado de derecho!¡Los jueces harán lo que tengan que hacer! El perroflauta grita más: ¡El que ahorque o maltrate a un perro lo va a pasar muy mal! El progre anciano sigue con la cantinela: ¡Eso es una amenaza!¡Somos ciudadanos de bien!¡Jamás haríamos daño a un animal! ¡Protestad contra Rajoy y la Botella! Entran en una conversación en un tono más bajo de la que se me escapa casi todo. Hay más de una España, pero ninguna de ellas se pondrá de acuerdo jamás, jajaja.



Estoy cansado, pero enseguida se me pasa, así que decido ir a uno de los eventos que hay en la tarde. A las monjas del musical de Sister Act del Colegio Católico ya lo veré otra vez. Quedé en ir a un acto que había convocado Jimina, que se llamaba “Todos somos Rappel”. Era un espectáculo de magia y humor de Juanjo de la Iglesia. Era en un sitio que se llamaba Colectivo La Latina. ¡Qué sitio, amigos! Era la progresión de lo que viene a ser las asociaciones de vecinos tan en boga y tan reivindicativas que surgieron como setas en la Transición a la pseudodemocracia neoliberal de la que gozamos hoy en día. Para empezar tenía un escaparate mezcla de tetería y tienda de souvenirs de Uzbekistan.

¿Qué me dicen del escaparate?
Víctor venía. Jimina llegaba justa, como siempre. Llegó Víctor y compramos las entradas. Unas entradas minimalistas. Un trocito de papel amarillo de poco gramaje que ponía un número en una esquina. Llegaron Jimina y Enrique; los amigos que esperaba Víctor tardaban un poco más. Nos metimos. Yo creía que iba a ser una minisala con asíentos, pero resultó ser un caos de sillas y mesas utilizadas como sillas con niños corriendo, gente con pintas pseudohippies y lleno hasta los topes. Intentamos hacernos sitio entre tanta algarabía y acabamos sentado en los sillones de la barra, en donde según Enrique daban ¿Amigo Cola?, por aquellos de no jugarles el juego a los capitalistas, pero los Beefeater eran Beefeater de verdad, de los que proveen a Isabel II de Inglaterra. El espectáculo comienza. No es gran cosa, pero divierte, sobre todo las interacciones con el público. Hay un descanso para hacer gasto. Víctor me presenta a Raúl y a Jimena. Hay algarabía de niños que quieren palomitas, padres que quieren cubatas y gritones de toda condición. Empieza el segundo acto. Magia y trucos con más gracia que ilusionismo y más risas. Cuando acaba la función Jimina nos presenta a su padre, el señor Sabadú, que no se como se llama porque sólo dijo: este es mi padre. Para más inri cuando ya se iba lo llamó de nuevo, e hizo -pidiéndome permiso eso sí- que le enseñará a Niño Murga y a Ansiolina. Pues yo creía que esta era la única que estaba zumbá, dijo el buen señor. Somos más, repliqué yo.
Encima de los pintxos, siempre dando la murga

Salimos del lugar que sabía a pub de los 80 con lo reivindicativo de los 70, no sin antes que una de las que recogía vasos muy mal educada le diera un empujonazo a Jimina y le dijera: Has resbalao por el suelo. Ver para creer. Íbamos a ir a un bar, pero estaba cerrado. Optamos (optan) por el Juana la Loca, un sitio que según Enrique es en donde ponen los mejores pinchos de tortilla de Madrid

¡Y vive Dios que es cierto! Los camareros eran unos estirados que no nos dejaron sentarnos en una mesa que estuvo todo el rato vacía. Pero bueno. Y charlamos y tal y cual. 
Jimina, como es una fundadora generosa repartió carnets.

El Club Luchana somos todos... (aunque haya infiltrados del Club Lechuga)
 La chica recién conocida, Jimena, se mostró muy interesada en los carnet hechos en tipografía, lo cual, como siempre pasa, me hace hablar como un loco de mi imprenta, de la fundación y esas cosas. Conocía a Unos tipos duros, web que visito con frecuencia. Era un niña muy simpática. Al final los artistas se pusieron a hablar de sus cosas y Víctor y yo, perros viejos, repetimos tortilla y hablamos de Hodgson. De ahí me surgió la idea de dedicar mi próxima experiencia shadowliner a la trilogía de este señor que entusiasma a amantes del terror, a amantes de la literatura o a ambos.

Hablar de sus cosas
Jimina se fue, que tenía que darle de comer a los artistas. Nos quedamos un rato más, pero al final como siempre pasa, nos fuimos (es una obviedad, pero es así). Jimena vivía por allí cerca, Raúl y Víctor cogían el metro en La Latina, y yo en Tirso de Molina. La simpática Jimena me regaló un plano del metro plastificado, que en un principio no quise aceptar, pero que ahora me acompaña en mi cartera.








Cruzaba la calle ¡quedaremos otro día! Decía Víctor Boglar. ¡Para hablar de Hogdson! Respondía yo. Y así más o menos acabó el fin de semana.

Funny People
He sido muy minucioso con lo de Vitoria, para intentar transmitir los múltiples matices cambiantes del caos en una casa con niños.


Bueno, ya mismo más en LA CIUDAD NO ES PARA MÍ.

2 comentarios:

  1. Muy buena tu descripción del viaje a Vitoria, muy detallada sí, pero precisamente por eso he recordado cosas que a mí me pasan con frecuencia. También tengo dos sobrinos, uno de 4 años y el otro de apenas 3 meses, los veo frecuentemente y jugamos y eso, o los entretengo como puedo, pero una tarde completa es más que suficiente para acabar con todas mis reservas de energía. Luego veo con alivio cómo se van, ellos con sus padres, y pienso aliviado... ahí lo lleváis.

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    1. Para los que no se encuentran en ese lugar, a lo mejor les parece un poco aburrida, slowhand, pero me sido tan minucioso precisamente para ver a que se enfrentan esos padres abnegados. Y lo que tú dices, ahí lo lleváis... jajaja. Es duro. Pero en FB hay personas que dicen que les compensa, y lo puedo comprender.
      Pero mejor ser libre...
      Gracias, como siempre, por comentar.

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Ponga lo que ponga, Mameluco agradecío